El próximo 1º de diciembre entrará en funciones el gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador, dando inicio a un nuevo capítulo en la historia de la política en México.
Mediante una campaña electoral que tuvo su mayor auge en redes sociales, el aún presidente electo transmitió un discurso de igualdad e inclusión con la promesa de transformar las viejas formas, arraigadas desde los inicios del régimen establecido por el Partido Revolucionario Institucional en los años ‘30 del siglo pasado, y cambiar los esquemas tradicionales para distribuir la riqueza en beneficio de toda la población, lo cual es visto con ojos de esperanza por millones de mexicanos, y también en el extranjero.
Precisamente, un cambio así de significativo ocurrió a principios del siglo pasado cuando, después de la Revolución Mexicana, la sociedad buscaba reorganizarse tras haber terminado con el régimen que, en su momento, estableció Porfirio Díaz. México requería nuevas formas y, en pos de dejar el pasado atrás lo más rápido posible, los gobiernos que le sucedieron buscaron eliminar cualquier vestigio de los esquemas de privilegios instaurados durante el régimen caído.
Uno de los sectores que sufrió los mayores cambios fue el de juegos de azar y apuestas, actividades que habían sido autorizadas por Díaz. En este sentido, en septiembre de 1942 el presidente Manuel Ávila Camacho promulgó la Ley Federal de Emergencia sobre Juegos y Apuestas, por la cual dichas actividades fueron declaradas ilegales a menos que contaran con autorizaciones de los gobiernos municipales.
En marzo de 1943, Ávila Camacho promulgó una segunda Ley Federal de Emergencia sobre Juegos y Apuestas, cuya exposición declaraba que su administración tenía “el inquebrantable propósito […] de combatir el juego y las apuestas de azar, por considerarlos en extremo nocivos para la sociedad”.
Años más tarde, a finales de 1947, se aprobó una reforma a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos por medio de la cual se le otorgaron facultades al Congreso para legislar en materia de juego, y el 31 de diciembre de ese año se promulgó la Ley Federal de Juegos y Sorteos (la “LFJS”), vigente hasta nuestros días –y sin ninguna reforma de por medio–, en la que se eliminó el carácter ilegal del juego y se estableció una prohibición general para desarrollar juegos con apuestas que no contaran con la autorización de la Secretaría de Gobernación.
La regulación fue complementada en 2004 con el Reglamento de la Ley Federal de Juegos y Sorteos, que amplió los lineamientos para el otorgamiento de permisos y permitió la entrada de más operadores en la industria. Y aunque dicho Reglamento sí ha sido reformado en dos ocasiones (2012 y 2013), los cambios aprobados han resultado insuficientes para lograr, por ejemplo, la adecuada implementación de nuevas tecnologías en casinos físicos y en la captación de apuestas en línea.
Lo anterior denota que la industria en México se ha desarrollado dentro de un marco normativo que ya no responde a su realidad, ni desde un punto de vista económico, ni tecnológico. Este desfase, aunado a la ausencia de reglas claras, la discrecionalidad y las reminiscencias de favoritismos grupales, generan incertidumbre hacia el exterior, desincentivan la inversión y ocasionan la falta de libre competencia, generando prácticas casi monopólicas al interior del país.
En este sentido, y si consideramos que sólo durante 2016, el juego en línea representó un flujo de dos billones de dólares en México, de los cuales el 90% quedó en manos de operadores extranjeros sin haber sido fiscalizado, resulta evidente la necesidad de una nueva legislación que permita regularizar, controlar y gravar las actividades de estos operadores, que actualmente aprovechan la falta de claridad del marco legal vigente para conservar sus ganancias sin pagar impuestos y sin cumplir con otras normas, que sí son observadas por los operadores mexicanos.
Aunque todo esto coloca a los operadores mexicanos en una clara desventaja frente a sus competidores del extranjero, el legislador mexicano ha preferido mantener el status quo al no establecer reglas claras de participación, y aunque si bien es cierto que algunos ya están implementando esquemas para regularizar sus operaciones dentro del territorio nacional, todavía quedan otros que siguen aprovechando la laguna legal para no fiscalizar los recursos que obtienen en México.
Este dejo de proteccionismo ha tenido, entre otras manifestaciones, el estancamiento de la Ley Federal de Juegos con Apuestas y Sorteos en el Senado, que fue aprobada en la Cámara de Diputados desde diciembre de 2014, y que contempla reglas y normas que ubicarían a México a la vanguardia de la industria del juego a nivel mundial, como la certificación del personal, la homologación de sistemas, los programas de autoexclusión, las reglas claras para la operación de juego en línea, y sobre todo, una mayor apertura para permitir la participación de más competidores.
Desde el punto de vista económico, también se trata de una industria bastante redituable, porque aunque se trate de actividades más relacionadas con el entretenimiento, en 2017 representaron un ingreso para el país de $168 millones de dólares en impuestos y otras contribuciones, y se espera que en 2018 se recauden $217 millones de dólares. Esta cantidad, contrastada con los $21 millones que se recaudaron en 2005 –después de la expedición del Reglamento– es evidencia del nivel de crecimiento que ha tenido la industria, a pesar de su legislación obsoleta y un mercado controlado por muy pocos agentes.
México requiere implementar una transformación en su industria del juego que la vuelva realmente competitiva, para lo cual es necesario que la legislación establezca reglas específicas para el licenciamiento y operación tanto de casinos físicos como de juego en línea, considerando las características y la naturaleza propias de cada uno. Asimismo, se necesita garantizar la aptitud del personal de la industria mediante programas para acreditarse, así como la integridad de los equipos y sistemas utilizados en la captación de apuestas, mediante su certificación de acuerdo a prácticas internacionales. Pero sobre todo, es necesario que el marco legal permita y garantice la libre participación de todos los operadores –existentes y futuros– siempre que cumplan con la ley, sin importar su tamaño o color político, y con absoluta igualdad de derechos y obligaciones.
El discurso democratizador, incluyente e igualitario de López Obrador, alberga en muchos la esperanza, si no de una transformación sin precedentes como él lo ha prometido desde su campaña, al menos de un cambio de mentalidad y de valores del próximo gobierno, para que los beneficios de la economía nacional se entiendan destinados a todas las esferas productivas de la sociedad.
En el caso de la industria del juego, se espera que este cambio se extienda a la creación de una legislación que permita a todos los operadores que cumplan con el marco legal, participar en un país que promueva y proteja empresas competentes y éticamente competitivas, bajo una consigna de transparencia y promoción al juego responsable, generando así mayores recursos para el gobierno y ayudando a mejorar no sólo la distribución de los beneficios del sector entre todos los mexicanos, sino también al sector en sí mismo.